viernes, 11 de octubre de 2013

[Tiempo de libros] Amanecer musical


     Yo había contemplado el amanecer en muchas ocasiones, pero nunca había experimentado la violencia con que el nuevo día se deshacía de la noche. Inmóvil, me dediqué a mirar y a escuchar; mi mente parecía llena de música, pero no de música terrenal compuesta por el hombre, sino de una música celestial. Sonaba melancólica como la arisca flauta de pan mientras un sutil rayo de luz ascendía por la espalda de la montaña de enfrente, cada vez más rápido, hasta que finalmente alcanzó la cumbre -los sonidos de la flauta de pan dejaron paso a las agudas y penetrantes notas de un flautín- y alumbró la oscura cima. Los tonos intensos de los vientos graves ponían música de fondo al centelleo del casquete de nieve que coronaba la montaña con su limpia blancura. El sol ascendió más aún y comenzó a cegarnos. Sus rayos eran como mil brazos que arrancaban el manto gris a la noche hasta liberar de la penumbra las montañas que se elevaban enfrente. Infinidad de tonos aislados se fundieron en mi mente en un todo abrumador. El sol resplandecía todavía con gran esfuerzo; las primeras luces rojizas caían sobre el lago oscuro y quedaban engullidas por su negrura. Pero poco a poco las copas de los árboles comenzaron a revelar su verdor. En mi cabeza resonaba un redoble de tambores, templado y contenido únicamente por las cuerdas oscuras, mientras el astro ardiente alcanzaba definitivamente el cielo. La cruz que coronaba una de las montañas se veía aumentada bajo la luz fogosa y no sólo parecía gigantesca, sino tan cercana como si pudiéramos tocarla con sólo alargar la mano. Los tonos salvajes y fogosos se tornaron más suaves, dulces y armoniosos, cuando en ese instante los cálidos rayos de sol comenzaron a bañar también la montaña donde nos hallábamos. Sólo el lago permaneció desnudo y negro.
     Me volví. El alba acariciaba la figura de Aurora. Sus cabellos brillaban como si ardieran. En cuanto percibió la luz, alzó los brazos y se puso de puntillas.
     La tentación de salir corriendo y apartarla del precipicio era inmensa, aunque no tanto como el impulso de mantenerse a distancia por puro respeto.
     En ese instante cesó la melodía del alba, y lo único que se oyó fue su voz.



NEFILIM. El beso del amanecer.
Leah Cohn


[Tiempo de libros] Recuerdos y sentimientos



   No pronuncié una sola sílaba, pero había otra manera de contestarle, más clara que cualquier palabra. Impulsada por un instinto me acerqué a él, me puse de puntillas, levanté la cabeza y posé los labios con delicadeza sobre su boca cerrada. En un primer momento noté que intentó apartarse, pero tenía la pared detrás y delante estaba yo. Entonces dejó de resistirse y respondió a mi cariño. No fue un beso febril, apasionado o efusivo de los que provocan un escalofrío por todo el cuerpo, sino una demostración afectuosa, natural e íntima de amor y cercanía. Le regalé mis labios, mi lengua y mi abrazo sin reservas, y por un instante dejamos de lado el malestar y los temores. Yo no tenía la menor idea de qué sería de nosotros tras ese beso -de Aurora, de Nathan y de mí-, cómo debía vivir sabiendo todo lo que sabía sin volverme loca ni caer en la desesperación. Pero en medio de aquel inmenso océano de peligros, amenazas y preguntas sin respuesta había una pequeña isla donde podíamos refugiarnos, no por mucho tiempo, sólo durante un fugaz instante, pero sí, podíamos refugiarnos, abrazarnos, acariciarnos y besarnos.
Se despertó  entonces el recuerdo de nuestro primer beso al amanecer, y me pareció que el resplandor rojizo del sol nos envolvía, aunque todavía sin fuerza suficiente para calentar, como un rescoldo de esperanza que alumbra con  indulgencia únicamente la belleza del mundo, y nada de cuanto es maligno y execrable. Lo estreché con fuerza, quería  que sintiera todas y cada una de las fibras de mi cuerpo, no quería pensar en lo que nos diferenciaba, sino en lo que nos unía: el amor, el deseo, el anhelo. Tras evocar el recuerdo de nuestro primer beso, revivió en mi memoria también nuestra primera noche juntos, el hormigueo que sentí en cada parte de piel que me acariciaba, su temblor cuando me abrí a él, la fusión de nuestros cuerpos como si fuesen uno solo y se adentrara en el abismo interior, y en ese mismo instante estallara un nudo en la multitud de destellos que poblaban un cielo estrellado infinito donde volábamos, flotábamos y bailábamos hasta alcanzar los confines y dejarnos caer derrotados. Tendidos en los brazos del otro, sentíamos cómo se calmaba el oleaje del deseo, cómo pasaba de un arrebato fogoso a un leve cosquilleo.


   Me había prohibido a mí misma evocar esas sensaciones y ahora me invadía un deseo irreprimible de revivirlas una y otra vez, de no soltar a Nathan, de entregarme a él, de desterrar tanto los pensamientos sobre quién era él como la idea de que ya no estábamos a tiempo.



NEFILIM. El beso del amanecer
Leah Cohn