viernes, 11 de octubre de 2013

[Tiempo de libros] Recuerdos y sentimientos



   No pronuncié una sola sílaba, pero había otra manera de contestarle, más clara que cualquier palabra. Impulsada por un instinto me acerqué a él, me puse de puntillas, levanté la cabeza y posé los labios con delicadeza sobre su boca cerrada. En un primer momento noté que intentó apartarse, pero tenía la pared detrás y delante estaba yo. Entonces dejó de resistirse y respondió a mi cariño. No fue un beso febril, apasionado o efusivo de los que provocan un escalofrío por todo el cuerpo, sino una demostración afectuosa, natural e íntima de amor y cercanía. Le regalé mis labios, mi lengua y mi abrazo sin reservas, y por un instante dejamos de lado el malestar y los temores. Yo no tenía la menor idea de qué sería de nosotros tras ese beso -de Aurora, de Nathan y de mí-, cómo debía vivir sabiendo todo lo que sabía sin volverme loca ni caer en la desesperación. Pero en medio de aquel inmenso océano de peligros, amenazas y preguntas sin respuesta había una pequeña isla donde podíamos refugiarnos, no por mucho tiempo, sólo durante un fugaz instante, pero sí, podíamos refugiarnos, abrazarnos, acariciarnos y besarnos.
Se despertó  entonces el recuerdo de nuestro primer beso al amanecer, y me pareció que el resplandor rojizo del sol nos envolvía, aunque todavía sin fuerza suficiente para calentar, como un rescoldo de esperanza que alumbra con  indulgencia únicamente la belleza del mundo, y nada de cuanto es maligno y execrable. Lo estreché con fuerza, quería  que sintiera todas y cada una de las fibras de mi cuerpo, no quería pensar en lo que nos diferenciaba, sino en lo que nos unía: el amor, el deseo, el anhelo. Tras evocar el recuerdo de nuestro primer beso, revivió en mi memoria también nuestra primera noche juntos, el hormigueo que sentí en cada parte de piel que me acariciaba, su temblor cuando me abrí a él, la fusión de nuestros cuerpos como si fuesen uno solo y se adentrara en el abismo interior, y en ese mismo instante estallara un nudo en la multitud de destellos que poblaban un cielo estrellado infinito donde volábamos, flotábamos y bailábamos hasta alcanzar los confines y dejarnos caer derrotados. Tendidos en los brazos del otro, sentíamos cómo se calmaba el oleaje del deseo, cómo pasaba de un arrebato fogoso a un leve cosquilleo.


   Me había prohibido a mí misma evocar esas sensaciones y ahora me invadía un deseo irreprimible de revivirlas una y otra vez, de no soltar a Nathan, de entregarme a él, de desterrar tanto los pensamientos sobre quién era él como la idea de que ya no estábamos a tiempo.



NEFILIM. El beso del amanecer
Leah Cohn

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