domingo, 21 de julio de 2013

[Tiempo de libros] Locura y música


      Mientras caminaba por los corredores, iluminados por la misma débil lámpara que había en la enfermería, Veronika se daba cuenta de que era demasiado tarde: ya no conseguía controlar su miedo.
      "Tengo que dominarme. Soy alguien que lleva hasta el fin cualquier acto que decide hacer."
      Era verdad que había llevado hasta las últimas consecuencias muchas acciones en su vida, pero sólo lo que no era importante. Había sido intransigente justamente en aquello que era más fácil: mostrarse a sí misma su fuerza e indiferencia, cuando en verdad era una mujer frágil, que jamás había conseguido destacar en los estudios, ni en las competiciones deportivas de la escuela, ni en su tentativa por mantener la armonía en su hogar.
      Había superado sus defectos más leves sólo para ser derrotada en lo que era importante y fundamental. Había conseguido tener la apariencia de mujer independiente cuando en verdad necesitaba desesperadamente una compañía. Llegaba a los sitios y todos la miraban, pero generalmente terminaba la noche sola, en el convento, mirando una televisión que ni siquiera sintonizaba bien los canales. Había dado a todos sus amigos la impresión de ser un modelo que ellos debían envidiar, y había gastado lo mejor de sus energías en comportarse a la altura de la imagen que ella se había creado.
      Por causa de eso nunca le habían sobrado fuerzas para ser ella misma: una persona que, como todas las de este mundo, necesitaba de los otros para ser feliz. ¡Pero los otros eran tan difíciles! Tenían reacciones imprevistas, vivían rodeados de defensas, actuaban también como ella, mostrando indiferencia en todo. Cuando llegaba alguien más abierto a la vida, o lo rechazaban inmediatamente o le hacían sufrir, considerándolo inferior e ingenuo.
      Muy bien: podía haber impresionado a mucha gente con su fuerza y determinación, ¿pero adónde había llegado? Al vacío. A la soledad completa. A Villete. A la antesala de la muerte.
      El remordimiento por la tentativa de suicidio volvió a aparecer, y Veronika volvió a apartarlo con firmeza. Porque ahora estaba sintiendo algo que nunca se había permitido sentir: odio.
      Odio. Hacia algo casi tan físico como paredes, o pianos, o enfermeras. Casi podía tocar la energía destructora que salía de su cuerpo. Dejó que el sentimiento llegase sin preocuparse de si era bueno o no; ya bastaba de autocontrol, de máscaras, de posturas convenientes. Veronika quería ahora pasar sus dos o tres días de vida siendo lo más inconveniente posible.
      Detestó todo lo que pudo en aquel momento. A sí misma, al mundo, a la silla que tenía enfrente, a la calefacción rota en uno de los corredores, a las personas perfectas, a los criminales. Estaba internada en un psiquiátrico y podía sentir cosas que los seres humanos esconden de sí mismos, porque todos somos educados sólo para amar, aceptar, intentar descubrir una salida, evitar el conflicto. Veronika odiaba todo, pero odiaba principalmente la manera en que había conducido su vida, sin jamás descubrir los centenares de otras Veronikas que habitaban dentro de ella y que eran interesantes, locas, curiosas, valientes, arriesgadas.
      En un momento dado comenzó también a sentir odio por la persona que más amaba en el mundo: su madre. La excelente esposa que trabajaba de día y lavaba los platos de noche, sacrificando su vida para que su hija tuviese una buena educación, supiese tocar el piano y el violín, se vistiese como una princesa, comprase zapatillas y tejanos de marca mientras ella remendaba el viejo vestido que usaba desde hacía años.
      ¿Cómo puedo odiar a quien sólo me dio amor?, pensaba Veronika, confusa, queriendo modificar sus sentimientos. Pero ya era demasiado tarde: el odio estaba liberado, ella había abierto las puertas de su infierno personal. Odiaba el amor que le había dado, porque no pedía nada a cambio, lo que es absurdo, irreal, contrario a las leyes de la naturaleza. 
      El amor que no pedía nada a cambio conseguía llenarla de culpa, de ganas de corresponder a sus expectativas aunque eso significara abandonar todo lo que había soñado para ella misma. Era un amor que había intentado esconderle, durante años, los desafíos y la podredumbre del mundo, ignorando que un día ella se daría cuenta de eso y no tendría fuerzas para enfrentarlos.
      ¿Y su padre? Odiaba a su padre también. Porque, al contrario que su madre, que trabajaba todo el tiempo, él sabía vivir, la llevaba a los bares y al teatro, se divertían juntos, y cuando aún era joven ella lo había amado en secreto, no como se ama a un padre, sino a un hombre. Lo odiaba porque siempre había sido tan encantador y tan abierto con todo el mundo, menos con su madre, la única que realmente merecía lo mejor.

      Veronika empujó la puerta de la sala de estar, se acercó al piano, levantó su tapa y, con toda su fuerza, golpeó con las manos el teclado, un acorde loco, disonante, desquiciado, que resonaba en el ambiente vacío, chocando con las paredes y regresando a sus oídos bajo la forma de un ruido agudo que parecía arañar su alma. No obstante, ése era el mejor retrato de su alma en aquel momento.
      Volvió a golpear con las manos y nuevamente las notas disonantes reverberaron por todas partes.
      "Estoy loca. Puedo hacer esto. Puedo odiar y puedo aporrear el piano. ¿Desde cuándo los enfermos mentales saben disponer las notas en orden?"
      Golpeó el piano una, dos, diez, veinte veces, y cada vez que lo hacía su odio parecía disminuir, hasta que se disipó por completo.

      Entonces, nuevamente, la embargó una profunda paz y Veronika volvió a contemplar el cielo estrellado, con la luna en cuarto creciente -su favorita- llenando con suave luz el lugar donde se encontraba. Retornó la sensación de que el Infinito y la Eternidad eran inseparables, y bastaba contemplar a uno de ellos -como el Universo sin límites- para notar la presencia del otro, el Tiempo que no termina nunca, que no pasa, que permanece en el Presente, donde están todos los secretos de la vida. En el breve lapso transcurrido entre la enfermería y la sala, ella había sido capaz de odiar tan fuerte y tan intensamente que no le habían quedado rastros de rencor en el corazón. Había dejado que sus sentimientos negativos, reprimidos durante años en su alma, salieran finalmente a la superficie. Ella los había sentido, y ahora ya no los necesitaba más: podían partir.

      Se quedó en silencio, viviendo su instante presente, dejando que el amor ocupase el espacio vacío que había ocupado el odio. Cuando sintió llegado el momento, miró a la luna y tocó una sonata en su homenaje, sabiendo que ella la escuchaba, se sentía orgullosa y esto provocaba los celos de las estrellas. Tocó entonces una música dedicada a las estrellas, otra al jardín y una tercera a las montañas que no podía ver de noche pero sabía que estaban allí.
      En medio de la música para el jardín, otro loco apareció: Eduard, un esquizofrénico sin ninguna posibilidad de curación. Ella no se amedrentó con su presencia; por el contrario, sonrió y, para su sorpresa, él le devolvió la sonrisa.
      También en su mundo distante, más distante que la propia luna, la música era capaz de penetrar y hacer milagros.





Veronika decide morir
Paulo Coelho